Tercer discurso presidencial: ¿y si el tiempo pasado fue mejor?

* Crédito columna: José Carlos Rodríguez, Cadep

En la visión del tercer informe presidencial al Congreso Nacional, los anteriores gobernantes habrían desperdiciado la bonanza de las materias primas y pagando salarios públicos exagerados a costa de la inversión pública.

Ahora sí se están haciendo bien las cosas, a pesar del mal tiempo económico regional y mundial. Ahora sí se invierte en infraestructura, sin descuidar la cuestión social.

Hay más protección social con más inversión económica, simultáneamente. Todo eso se logra gracias a evitar las prebendas, el clientelismo y la corrupción del pasado, que configuraban una alegre irresponsabilidad, un “carnaval”.

En el discurso presidencial, esa lucha contra la corrupción tiene el elogio y aliento hasta del Papa.

Vale la pena resaltar como aspecto positivo que estos viejos males del sistema político partidario (prebendas, clientelismo y corrupción) se han convertido en temas de preocupación del Estado.

Ese es un progreso de gran envergadura del discurso público. Pero, la comparación entre épocas no es tan simple.

Una parte de los hechos en que se apoya la reivindicación de la gestión Cartes es sólida.

Cuando se señala el aumento de la inversión en infraestructura, está bien. Cuando se menciona el aumento de los beneficiarios de Tekoporã y del programa de Adultos mayores, también.

La inversión en excelencia, con las Becas Carlos Antonio López, va a traer cambios fundamentales.

Pero otras referencias no son tan evidentes. La pobreza no desciende más. O, al menos, lo hace en un grado muy pequeño.

Si en la década 2003-2013 la pobreza había caído en un 50%, desde entonces su disminución es muy lenta a pesar del incremento de los programas de protección.

Se entiende que el contexto empeoró. Que los problemas más difíciles resisten más, y que el aumento de la cobertura es más costoso.

Cabe entender que, de no haber existido esos programas de protección social, la pobreza hubiera estado realmente peor. Pero hay más.

La llamada focalización –provisión efectiva a la población destinataria– es muy buena en el caso de Tekoporã, pero no así en el de Adultos Mayores, el programa que más se expande. Tekoporã es un proyecto modelo, evaluado y elogiado.

No ocurre lo mismo con la Pensión de Adultos Mayores, porque cobran muchos no pobres y eso señala favoritismo partidario, un mal que el presidente ataca. Y lo que resulta peor: en ésta época fue discontinuado el apoyo a la producción campesina, como se hacía con el PPA (Programa de Fomento de la Producción de Alimentos por la Agricultura Familiar).

El PPA y otros programas eran exitosos en propiciar el aumento de la producción de alimentos de la economía familiar donde se concentra el 70% de la pobreza y de la extrema pobreza.

Abandonar estos programas promocionales para apoyar los asistenciales, como son las transferencias, no fue una buena idea ni da resultados óptimos. La unión de ambos hacia la fuerza.

Y en varios otros temas la década 2003-2013 es mejor. Crecimiento económico cercano al 5% con disminución rápida de la pobreza; equilibrio fiscal con disminución del endeudamiento externo; mejoría en la calidad y cobertura de los programas de salud, que después del 2013 se vino abajo.

Si las estadísticas no verifican el empeoramiento de la salud pública es porque hay un deficiente empleo de ellas.

El periodo 2003-2013 es recordado como una década ganada sobre todo por la mejoría que trajo en la salud pública en comparación al antes y al después.

La asimilación del aumento de los funcionarios o de su remuneración, el clientelismo, la prebenda y la corrupción es confusa.

Ni el actual gobierno –que gana las elecciones con la misma institucionalidad heredada– puede disminuir esos males tan drásticamente.

Ni todo aumento salarial o del personal público es asimilable a más operadores políticos ni a más corrupción.

Al no separar el trigo de la cizaña se está repitiendo un librero antiguo: ‘El Estado es siempre malo, corrupto e ineficiente, lo privado es lo bueno’. Ponerlo todo bajo el rótulo de carnaval resulta injusto y peyorativo para los adversarios.

Da indulgencia plenaria al gobierno actual, lo que es poco creíble porque falta un esfuerzo de objetividad.

Un dirigente casi sin partido, casi sin grupo político, casi sin experiencia política, no puede superar ni prescindir de las prácticas tradicionales de sus seguidores, de sus aliados y de su equipo.

Además juega con medios materiales que no tienen los demás, unos medios de enorme incidencia y tan poco democráticos como la prebenda o la clientela.

En el análisis sesgado se reconocen preconceptos de una tecnocracia y círculos empresariales interesados en el país ‘paraíso-fiscal’, sin espacio público, que quieren todo el poder para los propietarios y el mínimo para los demás ciudadanos o para el Estado.

Lo que explica por qué el gobierno de uno de los países con menor presión tributaria y con una de las más injustas cargas tributarias del planeta no se esfuerza en elevar los tributos o en hacerlos más equitativos.

Y hay otras omisiones. Por qué, si somos tan débiles en capital humano, se tiene tan poca eficacia en mejorar la educación media y elemental. Y si estuviéramos tan bien en seguridad –tema que se omite– por qué la mafia y la insurgencia no pierden poderío.

El combate a la corrupción en los cuerpos de seguridad, en particular en la lucha contra las drogas, no parece prosperar.

Estos cuerpos son denunciados por incurrir en tráficos y conductas delictivas. Todo lo cual nos lleva a levantar una tercera cuestión, que no es de contenido sino de dinámica discursiva: ¿Qué eficacia o incidencia tiene este discurso polémico?

Sus destinatarios privilegiados no son numerosos, ni tienen liderazgo. No conforman al aparato de gobierno, del Estado ni de los partidos. La democracia no se sustenta en ellos.

En cambio, los partidos políticos acá menospreciados, tienen mucho más liderazgo. Y, a nivel ciudadano, en la memoria colectiva, la imagen del pasado referido (2003-2013) brilla como una época de oro, más añorada que rechazada.

Compararse en forma inequitativa, provocativa y despreciativa con lo que,
en general, es considerado bueno por la opinión pública, termina siendo un acto retórico que se arriesga a no funcionar bien.

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