La universidad de la dictadura, por fin cuestionada

* Crédito columna: José Carlos Rodríguez.

Cuando el año pasado, después de meses de rebelión estudiantil, el rector de la Universidad Nacional de Asunción (UNA) fue detenido e imputado por delitos graves y, junto a él, decenas de directivos de la universidad fueron procesados, o simplemente renunciaron para evitar dar cuenta de sus arbitrariedades, cuando ello tuvo lugar, hubo un aprendizaje.

En primer lugar, eso no habría ocurrido si los estudiantes no hubieran tomado la universidad por meses. En segundo lugar, la sociedad civil y la política sabían, toleraban y financiaban con dinero del contribuyente ese tipo de universidad, ese tipo de administración, esa forma estatutaria, esa práctica académica.

La UNA no sólo es mediocre como lo indican los ranking del mundo -está bien abajo del lugar tres mil y empeorando- sino además delictiva. La Universidad Nacional de Asunción da las espaldas a la calidad académica, a la innovación, a la meritocracia y a la excelencia.

Y, peor que eso, está capturada por una burocracia que la usa como espacio de poder autoritario y como botín político. Es un aparato de poder que se maneja con una lógica del copamiento y el uso particular de lo público.  No son distintos, en este caso, los síntomas y la enfermedad; son la misma cosa.

Terminada la revuelta estudiantil se reestableció la calma y se repuso más de lo mismo. Esa institución se mantiene como un residuo no extinguido del pasado. Es un espacio anacrónico, descendiente del tiempo de la dictadura. El 3 de febrero de 1989 la revolución democrática no entró en la universidad.

Por el contrario, el autoritarismo, el conservadorismo, la falta de integridad, el atraso, eso que se ha llamado estronismo por darle un nombre, se ha desarrollado en ella. Sin duda hay excepciones, pero pare de contar.

Incluso facultades con prestigio e historia académica, con disciplina de estudio, fueron empeorando y ahora semejan más a las organizaciones partidarias autoritarias de base que a aquello que eran.

Han venido empeorando las facultades de ingeniería, agronomía y medicina que, sin llegar a ser modernas, abiertas a la investigación, eran dignas transmisoras del saber académico. Eran facultades escolásticas pero sólidas.

La dictadura necesitaba un alma mater como la UNA. Era el alma de un sistema sin alma. La dictadura necesitaba una institución de profesores taxis, sin oficina, que vinieran a dar sus clases y luego se mandaran mudar a sus casas y a sus trabajos reales, que no estaban en la universidad sino en sus otros oficios.

La dictadura necesitaba un funcionariado fraudulento. Como no había salarios dignos para profesores con excelencia, los funcionarios debían acumular cargos, lo que no es legal, para ‘hacerse’ un salario. Esa era la lógica de la dictadura, ‘yo te doy el cargo, vos arréglate para fabricarte un salario’.  Los generales y los ministros tenían salarios mendicantes. Con tal, tenían poder, y con ese poder podían aprovechar y hacer negocios, a pesar y en contra de la Ley.

La dictadura necesitaba que no haya investigación. Porque, entonces, era fácil ‘copar’ la universidad con correligionarios leales a los jefes políticos partidarios. Un investigador acreditado por la colectividad científica, que siempre fue global, no se improvisa ni se maneja fácil.

Ni se puede sustituir a conveniencia por los vaivenes del poder. Pero sí un profesor sin talento, sin obra académica, sin pensamiento propio forjado en la perseverancia del pensamiento.

La dictadura necesitaba que no haya crítica. Los académicos de todo el mundo son como los profetas de la escritura. Tienen algo así como un fuero que les da autoridad, pero sin poder.

Tienen una licencia, un respeto que sirve a la sociedad, que les permite salirse de la disciplina partidaria, de lo políticamente correcto. Están autorizados para contradecir al sentido común, porque se desenvuelven en las fronteras del conocimiento, las ciencias y las artes, y no en el centro histórico y convencional del saber.

Nuestra democracia, en cambio, no necesita esa universidad de la dictadura.

La sociedad del conocimiento, a la cual debemos advenir si queremos superar nuestra costumbre de país fallido, crónicamente fracasado, no necesita esta universidad. El poder que se afana en generalizar el desarrollo y no en reducirlo a la prosperidad de las élites, que se comprometa con un crecimiento económico incluyente, no necesita de esta universidad.

Una sociedad de transparencia, donde se compite y se colabora abiertamente, no necesita esta universidad.  Una sociedad de la justicia individual y social no necesita esta universidad.

La universidad histórica del Paraguay, la UNA, no tiene compromiso con la excelencia. Ni con la investigación, ni con la libertad, ni con la integridad, ni con la justicia. No estamos simplemente pensando en la corrupción personal. Estamos pensando en la administración de la justicia. El Paraguay no necesita esta universidad de las chicanerías.

Por eso, lo más importante no son las reivindicaciones estudiantiles, la captura de un rector delincuente ni la contestación de una autoridad académica que reproduce un espacio de confort sin excelencia.

Lo más importante es superar esa universidad cuestionada. Esa parte de la sociedad nacional sin pensamiento, sin éxito, sin fraternidad, sin justicia, sin identidad ni integridad. Revelarse contra una universidad tolerada, cómoda, aunque humillante. Lo más importante es que los estudiantes estén indignados. Que se pongan del lado de la historia y no del lado de la prehistoria.

La primera lucha estudiantil de 2015 aludió a la calidad de la enseñanza y combatió la corrupción y el autoritarismo más grosero. La asociación para delinquir. La administración que perseguía a los estudiantes que contestaban a las autoridades a través de demandas judiciales, que quería prohibir las discusiones sin permiso previo dentro de la facultad de filosofía.

Se conectó con el movimiento estudiantil secundario. Pero, terminado el impulso, las cosas volvieron a su sitio. La contra-reforma tuvo lugar. Y frente a esta reacción que derrotó el reformismo, la lucha estudiantil se levantó de nuevo.

Lo escandaloso era que ningún partido político tenga como programa la reforma universitaria. Que los investigadores no tengan, estatutariamente, autoridad dentro de la universidad. Que las autoridades quieran más dinero público para ganar más poder, no para hacer su trabajo.

Que la universidad no brinde el bien público que debe proveer. Que sea un botín del poder. Eso está en cuestión. El movimiento estudiantil está indignado por eso. Y ése es el valor de su revuelta.

* Publicada en la edición N° 43 de Economía y Sociedad, del Centro de Análisis y Difusión de la Economía Paraguaya (CADEP).

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